
Nació en 1911 en la Villa de D. Fadrique (Toledo). Desde su niñez sintió la vocación al sacerdocio e ingresó en el Seminario. Recibió el presbiterado el 11 de abril de 1936. El 21 del mismo mes celebró la primera misa en su pueblo natal. Aunque le acompañaron 20 sacerdotes, tuvo que celebrar la misa “rezada”, sin fiesta exterior para evitar disturbios. El 18 de abril fue nombrado coadjutor de su parroquia natal. Comenzó aquí a trabajar con los jóvenes de Acción Católica, en la catequesis, en el confesionario, administrando la comunión a los que iban a los campos de madrugada, con los enfermos, siendo el brazo derecho del párroco, el beato D. Francisco López.
El 18 de julio, nada más estallar la Guerra, comenzó la persecución religiosa. D. Miguel tuvo que refugiarse en casa con las Sagradas Formas, que el Sr. cura párroco había podido sacar de la iglesia. El 3 de agosto apresaron aD. Francisco, a quien asesinaron el día 9 del mismo mes. El Siervo de Dios se enteró del martirio del párroco y estaba seguro de que pronto le tocaría a él. En los primeros días de septiembre, le obligaron a ir a la iglesia para romper las imágenes, cosa que se negó a hacer. En el poco tiempo que ejerció el apostolado en el pueblo, apenas seis meses, se ganó la estima de la gente sencilla.
Los testigos dicen de él que era un sacerdote “caritativo”, “honrado”, “muy humilde”, “sacrificado”; en pocas palabras, “un verdadero santo”. Y, a juzgar por los escritos espirituales que se conservan y que pertenecen a los años 1931-1935, era ese el espíritu que lo impulsaba: “Jesús mío, he prometido seguirte cuando ingresé en el Seminario; cuando recibí las órdenes sagradas he prometido seguirte y te prometo, Jesús mío, seguirte e imitarte. Haz, Jesús mío, que no sea desertor y que muera en tus filas para salvar almas. Jesús, estoy dispuesto a sufrir y a padecer". Por su hermana Teresa sabemos que el 6 de septiembre de 1936 los milicianos fueron a buscarlo a casa y ya no volvió más.
Lo encarcelaron. Allí lo torturaron, pegándole continuas palizas para que renegara de su fe. Para mayor escarnio lo vistieron de nazareno, recreando con él la Pasión de Jesús. A las invitaciones y a los golpes para que blasfemara, él respondía siempre: “¡Viva Cristo Rey!”. En la noche del día 8 de septiembre le pegaron tantos golpes, que creyeron que había muerto. A la mañana siguiente lo llevaron a enterrar, pero, según afirman algunos testigos, el Siervo de Dios estaba todavía con vida. Lo acabaron de matar y lo enterraron en un descampado.